Helsinki
Llegas al aeropuerto casi a medianoche y acabas de cenar pasada la una. Atravesaste la ciudad dormida y espectral de un sábado, nadie en las calles, sólo algún tranvía hace su ronda perezosa. El sol de medianoche crea cierta incertidumbre, no estás acostumbrado a que de madrugada siga habiendo luz en el cielo como si el día fuese interminable. Exceso de luz en las breves noches blancas de comienzos del verano y oscuridad siberiana en el resto. Para suerte nuestra de allí, del profundo norte, siguen viniendo hordas de turistas hambrientas del calor del sur. En la mañana de domingo, salimos del barco y nos tropezamos el mercadillo del puerto, animado y cordial. Las ciudades del Báltico se ven muy bien desde el mar. Helsinki es suave y armoniosa, las obras de Aalto y el estadio olímpico son algunos de sus hitos. Gente poco ruidosa en las calles cruzadas por tranvías, todo está limpio y todo está en su lugar, la estación, las avenidas con los edificios al viejo estilo imperio. En la mañana fresca y tranquila nos introducimos en hermosas y altas iglesias, la catedral ortodoxa de influencia rusa posee una liturgia fascinante, con delicados coros, comunión de pan y vino y conversaciones amables de los ejercientes con el público. Los sacerdotes hablan con sus feligreses, besan a sus niños, dan consejos a los mayores, se interesan por sus cosas, seguramente les preguntarán dónde van a veranear. El culto es abierto y participativo, los coros son de una belleza celestial. Mucha gente anda en bici hacia la plaza del Senado y la catedral luterana, monumentos muy representativos del neoclasicismo. La catedral es blanca y de altas cúpulas, como sucede en los templos protestantes el interior es muy sobrio y luminoso. Es curioso: ahora advierto que en los templos protestantes no hay espacio para arrodillarse; la gente participa sentada o de pie, la gente canta, suenan potentes acordes de Bach en los hermosos órganos. Una profesora de bachillerato me dijo hace muchos años que el catolicismo es una religión para prepararse a morir, mientras que el protestantismo es una religión para vivir.
Esta Europa nórdica es ordenada y eficiente, y los únicos que hablamos alto por las aceras son los latinos recién llegados a puerto. Hay muchos parques y jardines, los árboles caducos muestran un verde fresco y luminoso. Justo al mediodía la gente almuerza con esa sobriedad europea que considera el almuerzo una comida poco importante. Dentro de unas horas saldremos hacia San Petersburgo, antigua Petrogrado, también antigua Leningrado. El barco es moderno y navega como una seda por esta especie de lago interior que es el Báltico, un mar pálido, color ceniza, sin brillos, donde el agua al romperla la hélice muestra turbiones verdinosos, no en vano por aquí desembocan ríos enormes. No se pone el sol, ya digo, en esta primera madrugada de travesía y a 28 nudos, unos 45 kilómetros por hora, tragamos millas que da gusto por esta especie de autopista blanda, eficiente, segura.
Autor: Luis León Barreto
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