Mary

Pero un día tendré un discípulo
un verdadero discípulo,
y moldearé su alma de niño
y le haré hacerse nuevo y distinto
distinto de mí y de todos; él mismo
y me guardará respeto y cariño.


Brindis de Gerardo Diego.


Yo, al igual que La Bella Durmiente, estaba afligida por no tener una hija al día siguiente de casarme. Tomaba todos los brebajes que me recomendaban, hacía peregrinaciones, votos y promesas sin que se vieran cumplidos mis deseos.

Deseos que ya habían comenzado siendo una niña cuando jugaba a las mamás con mis muñecas, cuando las arrullaba con pasión maternal, cuando hablaba con mi novio del futuro. Sí: soñaba con la gestación, la educación, la nutrición, en cómo vestirla y a qué colegio la llevaría. Pero mis deseos no se cumplían.

Por aquellos días me recomendaron una modista que confeccionaba trajes de novia, saltos de cama, trajes de noche. Era muy popular y yo, que era muy presumida, me sentía como loca en su casa, en aquel ambiente creativo entre tejidos, maniquíes, tijeras y máquinas de coser hasta tal punto que todas las calles de la ciudad me llevaban hasta su taller. No sé si era porque era un mundo de ilusión o porque allí vivía una niña menuda y tierna. La llamaban Mary.

Esa niña pronto reparó en mi presencia, me miró recelosa con sus grandes ojos negros y su gesto pícaro. Yo tenía dieciocho años, ella seis y una mirada dulce; era la clásica criatura tímida que te observa en secreto, sin levantar los ojos del suelo como con vergüenza espiaba cada uno de mis movimientos.

Pero según pasaban las semanas, ya no me rehuía, parecía que me estaba esperando, empezó a hacerme señas, a mirar sin pestañear. Se hizo habladora, sonreía con complicidad y en mis visitas al taller se ponía a hablar de sus padres, de sus hermanos, de sus amigas. Intentaba contarme una cosa y otra, lo que había ocurrido durante esos días. Yo, embelesada, no perdía una palabra de lo que me explicaba, estaba presa de su encanto. La besaba, me sentaba junto a ella. Me acostumbré a la casa, a su compañía.

Y, como si me perteneciera, con gran euforia la llevaba al colegio donde trabajaba, traté de cuidarla, de enseñarle cosas, de llevarla de aquí para acá. ¡Ironías de la vida!, pensé que podría hacerla más feliz cuando era a mí a quien le latía el corazón.

Sin saberlo, ella modificó mi destino, alimentó mi sueño.

Entre nosotros se produjo una alquimia perfecta. En mi alma se sucedieron cosas intensas, la esperanza de que algún día tuviera una niña como ella.

Han pasado muchos años y aunque el destino pocas veces nos volvió a juntar aún escucho el eco de aquella alegría mía, el primer encuentro. Momentos que estoy convencida que suceden sólo una vez en nuestra existencia. Sin embargo no siento nostalgia, quizás porque me ha bastado saber que no fue un sueño, que llegó como un regalo que la vida eligió para mí. Yo lo recibí con los brazos abiertos.

Pero hoy no sé por qué me he acordado de Mary, me he estremecido. He retornado como una sonámbula a los recuerdos, he caminado entre los materiales sueltos de la memoria como si el tiempo no existiera y he corrido en su busca para abrazarla contra mi pecho igual que cuando no tenía hijos. Entonces me ha saludado de lejos con sus ojos grandes, brillantes y su pelo negro y comprendí que su mirada no había cambiado, que nunca cambiaría.

Comprendí que no se ha llevado consigo esa mirada. Aquella mirada que sí me pertenecía.


Autora: Rosario Valcárcel

2 comentarios:

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