Suena el móvil

A Vicente Feliú


-¿Quién es?
-Pepa Marcos. ¿Está Iván?
-No.
-Perdone que la moleste.
-No pienso perdonarla.
-Es que tengo que hablar urgentemente con él.
-¿Cómo se atreve a llamar aquí?
-Por favor señora, no me grite que acabo de sufrir un desmayo.
-Por mí como si se le para el corazón.

De "Mujeres al borde de un ataque de nervios"


Desde que Eugenio tiene móvil, no deja de hablar y hablar.

Empiezo a pensar que le resulta imposible vivir ya sin él. No deja de sonar, y su sonido nos puede arruinar una tarde. Volverme loca o quizá cometer un crimen, ese pensamiento se me pasa por la cabeza. Pero no puedo controlarlo, no puedo hacer nada.

Quién iba a pensar que un aparato inventado por el hombre tuviese conciencia, parpadeara, latiera como si escondiese un corazón. Tomara fotografías, hablara, te felicitara por tu cumpleaños y encima ahora pone a los usuarios a tono mostrándoles unas modelos muy sexy.

Me hacía la competencia, se rebelaba contra mí. Tenía la capacidad de hacerme sentir mal ¿sería su aura siniestra? En presencia del móvil, él ya no era nada mío. Lo exhibía como un trofeo, lo llevaba a todas partes. Notaba que -igual que un gato- marcaba sus límites, su espacio.

Lo más curioso es que Eugenio antes se molestaba si alguien escuchaba sus conversaciones, y ahora no tiene el menor pudor.

Es capaz de conversar en lugares insospechados. Recuerdo que cuando me llamaba desde una cabina telefónica, se aseguraba primero de cerrar bien la puerta. Le daba vergüenza que otra persona pudiera escuchar lo que decía. Producía sonidos con ese tono susurrante que se suele utilizar en las iglesias, así si había alguien esperando su turno casi ni podía escucharlo. La intimidad de las cabinas le gustaba, se convertía en otro rincón de su dormitorio. Un espacio para confidencias.

Dejó los estudios de Derecho. Para él su mundo era una jaula, un lugar poco apropiado para los vivos. Una cárcel donde se estanca, desfallece entre estudios, cursos, certificados y títulos. La verdad es que posee talento y físico, que no suelen ir juntos. Ahora trabaja en una inmobiliaria. Tiene 35 años y no cree en el amor. No quiere una relación seria. Es un chico de interior, de tierra adentro, de clima duro. Eso tuvo una importancia decisiva en su modo de vida. Yo, Mireya, no he cumplido los 30. Desde hacía un tiempo era su amiga predilecta y creía ciegamente en el amor, por lo tanto estaba condenada a llevarme desengaños. Había nacido en la costa, con aires tibios. Resultaba beneficiada. Y siempre que podíamos nos escapábamos a su apartamento. Dos horas para estar a solas, para descansar sobre su pecho. A mí me gustaba defender nuestro espacio, nuestra intimidad.

De pequeña tuve bastante afición al dibujo, a la pintura, a los aceites, colas y polvos de colores. Como fui buena estudiante conseguí una beca y estudié Bellas Artes en Barcelona. Mariposeo de un estilo a otro, de lo temporal a lo eterno. He organizado una especie de estudio en el porche de mi casa y vendo bastante. Soy dueña de mi tiempo.



Nos veíamos un par de veces a la semana para hacer el amor. El podía olvidarse de su cepillo de dientes pero nunca del cargador del móvil. No le gustaba desconectarlo. Eso me ponía nerviosa.

-No puedo permitir que se me estropee una operación por no coger a tiempo una llamada.

El es así: inquieto, un manojo de nervios.

Un día estábamos en el apartamento los tres: Eugenio, el móvil y yo. Abrazados en la cama nos dábamos un largo beso. El poseía una energía, unos arranques increíbles, como si tuviese mucha prisa. De pronto el móvil empieza a sonar, provoca un estallido oscilante. Ambos recorremos sus formas, su alma, llena de malicia. A Eugenio le brilla el rostro. Se derrama, estira el brazo, lo alcanza, lo envuelve. Cree recargar la batería con el calor de su mano. Sujeto a él igual que una ventosa echa un vistazo al número. El sonido invadía la habitación, se metía entre las sábanas, nos sobaba, entraba en mi piel, me arañaba, me devoraba poco a poco. Descuartizaba el romanticismo, era un sonido sin poesía, duraba una eternidad.

Por fin pulsaba el botón de contestar, se diluía. Nos quedamos en silencio, en un silencio momentáneo. Su cara reflejaba seguridad, no lo podía disimular. Era la señal de que todo iba bien. Entonces surgía su verdadero carácter. Actuaba sin importarle lo que ocurría.

-Oiga, oiga ¿es Eugenio?

-Sí, diga.

-Espera, es una voz de mujer -me dice mientras desplegaba la oreja sobre el móvil igual que un elefante.

-Soy Juani. Le llamé hace unos días por el piso ¿se acuerda?

-Sí, sí, dígame. Juani, Juani. Déjame pensar. Eres Juani.

Titubeaba con la mirada perdida.

-Juani la de Schamann.

No podía aguantar la risa, me tapó la boca con sus manos, no fue muy dulce. -Calladita -me decía.

La habitación era muy pequeña, la lujuria y los negocios se derramaban. Parecía que las clientas nos espiaban, que jugaban con nosotros al escondite. Unos extraños celos me dominaban, era ridículo. Me lanzaba miradas de circunstancias, con ojos fatigados. Todo era tan complicado como separar la ola de la arena.

(Continuación)

(Del libro "El séptimo cielo", Ediciones Anroart, Las Palmas de Gran Canaria, 2007)

Autora: Rosario Valcárcel

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